(Ilustración: Claudia Fuentes)
Ya mucho antes de marzo del 2020 todo tema estaba envuelto en
enfermedad. No voy a hablar con datos contundentes sobre la pandemia, o sobre
estos días tan agridulces. Este es un texto que pretende conectar con la niñez.
La enfermedad siempre estuvo presente en mi vida de niño. Guagüito, flaquito y enclenque, llorón y mal genio. Yo era el
azote de la tranquilidad de toda mi familia. Recuerda mi madre, frunciendo la
cara, mis atinados berrinches inconsolables cuando llegaba mi padre del
trabajo. ¿Qué le hicieron a mí guagua? ¿Por qué está llorando? Preguntas que
nunca tendrán respuesta.
Amigdalitis. Cuando ya podía recordar alguna cosa, a mis
tres años, viene a mi memoria la imagen de mi abuela diciéndome que me quiere
mucho en el comedor de la casa. Mi abuelita Michi. Su gato negro se me abalanzó
en su casa, porque yo lo miraba fijamente a los ojos, no sabía que lo
desafiaba. No hay trauma, me gustan los perros en todo caso. Otro de mis
recuerdos es el de mi médico, el Pancho. Parecía que siempre estaba al pie del
cañón, listo para salvarme. De voz profunda y grave, alto y flaco, pero no
enclenque, tampoco imponente, con anteojos de viejito de película, pálido,
cabello castaño, corte formal clásico y serio, bigote bien cuidado, cualquiera
diría que es un académico aburrido. Quizás sí, pero me salvaba después de la
llamada de los padres.
¿Diagnóstico? Amigdalitis. Todo a esa edad termina en
“itis”. Amígdala, del griego amygdale, almendra, por su parecido con ese fruto.
A mí siempre me parecieron enormes, como cacahuates, y cómo no, si las tenía
hinchadas constantemente. Y ahí es donde empieza a aparecer el sabor del
cariño.
Amigdalitis. Aparecía y me enviaba a la cama de mis padres,
porque no hay mejor cama para recuperarse, grande, y tiene la mejor tele. En
ese estado se sueña mucho, pesadillas, recuerdo algunas tan incoherentes.
Despierto, veo de reojo el velador que tiene una radio, libros delgados que
nunca se leen, una cajita pequeña para las monedas, billetera, tarjetas, y
pastillas blancas y enormes, un jugo de algo para pasarlas, y entre todo eso,
lo que más me curaba… la gelatina, la gelatina de piña.
La Mari, mi querida amiga nutricionista, me dice que la
gelatina es una proteína de mala calidad. Si reviso los ingredientes,
encuentro, sin sorpresa, colorantes artificiales amarillo número 6, y 5, y que
ni siquiera tiene saborizante a piña, el resto es peor. Pero me cura. Enclenque
y tembloroso, nadando en fiebre, y con dolor de almendras, el sabor de la
gelatina de piña cumplía una vez más su labor curativa. Eso y la docena de
antibióticos que me tragaba dolorido.
Enfermo y con el cuello hinchado, me despierto otra vez,
ahora el velador no tiene gelatina de piña, sino una atractiva jarra de vidrio
de forma esférica con un cartoncito que indica el sabor a manzana del
contenido. Yo no era fan de la manzana en mi niñez, y peor si venía en frasco
de vidrio. Mi viejo me decía que eso me va a hacer bien, zas un bocado. Sabor
más a remedio que a jugo. El viejo me contaba que le daban ese “elixir” cuando
estaba enfermo, y aseguraba sus beneficios curativos. Me estaba hablando del
sabor del cariño, no siempre sabe bien, y a veces incluye cuestionables cantidades de azúcar.
Existen otros casos de cariño en los que la enfermedad viene por separado. Entra el café con leche que hace mi madre. Solo mencionar “la hora del café” debería causar buenas sensaciones en usted, grato y nostálgico lector. La hora del café es casi sagrada, y ritualística, en especial en los fines de semana. La madre pone a pasar el café, el aroma inunda el hogar, sus habitantes empiezan a rondar la cocina, algunos se acomodan listos para ser servidos, otros ayudan, quizás haciendo sánduches de queso, o estorbando en el sutil camino de la madre líder que ya prepara la mezcla final con leche y azúcar. Un manjar. Escribir esto aumenta mi sistema inmune.
Soy intolerante a la lactosa, y ya no tomo bebidas con
azúcar. Las cosas que me hacen bien, me hacen mal. El café con leche que hace
mi madre no es ese postre que describo; es un abrazo familiar, es la
conversación, la sensación de bienestar que causa que la familia se junte, es
la suma infinita de buenos momentos, es un dulce, una golosina para el alma.
Pocas veces le he dicho que no a ese ritual. La última tentación…
Intenté hacerlo por mi cuenta muchas veces. Utilicé métodos de medida muy precisos. Imposible. La receta secreta es el amor. Tan cursi y simple como eso. No es la calidad, ni la marca. Podría ser la gelatina más barata, el café de promoción. No lo cambio por nada. Reconfortante y acogedor, ese es el sabor del cariño.
Te invito a buscar estos sabores en tu memoria, y si te animas a que me los compartas.
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La ilustración a cargo de Claudia Fuentes. Puedes chequear su cuenta en IG: @clau_fuentes_