Calle peatonal en Santiago de Chile |
Mercado de Cochabamba en Bolivia |
Se puede ver a un rubio grande sonriente distraído, lleva un pantalón beige, zapatos de alta montaña, camisa blanca, sombrero beige redondo y gafas. Desde que tengo memoria, así se ve el clásico extranjero en Cuenca, y sigue así. Esa imagen es sinónimo de muchas cosas, algunas son ideas reales y otras se basan en estereotipos. Pude unirme a este grupo real/imaginario mientras viajaba por Sudamérica. Aunque no usé prenda color beige. Las logos y formas hacían lo suyo.
Entendía por qué aveces me hablaban en inglés. Era una cuestión de contexto. Otras veces era cuestión de comodidad. A sabiendas de que voy a ser descubierto, me infiltraba en un escenario sin un buen camuflaje. ¿Cómo no me iban a jalonear seis señoras del mercado para que coma en sus puestitos? Falsa riqueza. Gasté 10 soles. El pobre ahí era yo. Y me hicieron sentir como si Di Caprio hubiera aparecido de repente en el lugar.
Así mi "fama" se fue extendiendo. Desde la confusión de que yo era uno de los Plastilina Mosh (se tomaron una foto conmigo, yo les advertí que no era uno de ellos), a la confusión de que era el dueño de un hostal irlandés. (Un tipo se me acercó a pedir trabajo).
También se puede sentir una suerte de revolucionario, espía, o reportero de guerra cuando en los controles migratorios dices que eres periodista y te retienen más que a los demás con preguntas repetitivas e inquisitorias. Con que el pastor alemán no te ladre todo bien al final. ¿Por qué no dije que era publicista?
Por ahí se impresionaban con que un ecuatoriano haga ese tipo de viajes. Que escriba sobre el viaje en un sitio, que tenga una radio por Internet, o que sabía escalar. El más impresionado con eso fue un taxista en Arequipa, y en segundo puesto mi amigo en esa gasolinera en San José de Maipo.
Santiago de Chile sector Baquedano |
Pero llegué a Santiago de Chile. Donde desaparecí. No era ningún distintivo tener ropa con cierta marca, o usar esas gafas, o verme como un "aventurero", o llevar una mochila enorme y evidenciar mi estado de viajero. Era uno más. Caminar por Providencia y que ni un salonero me increpe con su maravilloso menú y promociones dos por uno. Cruzar el semáforo, y enfrentarme a una masa de gente, y que ni una chica me viera. Era otro nivel de invisibilidad. Todos en lo suyo. Menos yo.
Me fui por cafeína a la multinacional del frapuchino. Qué le voy a hacer, el café es bueno. Salí con mi nombre en el vaso "Nostalgia Inefable" y empecé mi regreso al hogar temporal. Volvía por la Piu Nono y sucedió que aparecí. Ya no era invisible. Las chicas me veían. Revisé si no tenía algo en el bigote, o en mi casaca. No. Todo estaba igual que antes. Lo único que cambió fue que llevaba en mi mano derecha un café de Starbucks. Era como un mal chiste sobre el Neoliberalismo. Erich Fromm lo hubiera usado como ejemplo para sus ideas en "Del tener al ser". Alguien ya cambió la frase de Descartes a: "Compro, luego existo".
Me detuve y estuve tentado a dejar caer mi café al suelo. Quería ver como los ojos de mi audiencia seguían el trayecto de lo que sería mi mayor atractivo del día. Pero recordé que me costó tres mil pesos y me detuve. Tomé otro sorbo, me quemé la lengua y me fui en pleno conocimiento de que mis poderes se iban a terminar tarde o temprano.
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